domingo, 19 de febrero de 2012

Libro 1: Prólogo


Nunca me había gustado cruzar las fronteras entre las distintas tierras de los Imperios, y menos aquella: la frontera en el extremo más al norte de lo que alguna vez alguien llamó Estados Unidos. Resultaba fascinante que el Kaiser hubiese conseguido mantener aquel territorio a salvo y en su poder pese a estar rodeado, y nunca mejor dicho, por los Estados de la Alianza, que había conseguido mantener el resto del territorio estadounidense en el pasado. Bueno, realmente no es que hubiesen conseguido mantener los Estados, la cuestión era mucho más simple: al Kaiser no le interesaban aquellos territorios sobreexplotados, carentes ya de materias primas, y nunca había intentado apoderarse de ellos durante la decadencia que sucedió al suicidio de la Presidenta Sinclair. La única excepción había sido Alaska, lo cual no dejaba de ser un hecho irónico, puesto que aquella región había estado casi abandonada, yo misma acababa de comprobarlo durante las últimas semanas. Supongo que algo hizo ver a Zauberkünstler que aquel lugar le haría falta en un futuro y tenía la excusa de la rendición de los Estados de la Alianza para tomar Alaska, así de simple.

''La vida son momentos'' me repetía constantemente mi padre con una media sonrisa, ''lo mejor que puedes hacer es aprovecharlos''. 

Y eso era lo único que se me ocurría, aprovechar el momento, la situación al sur de aquel pequeño territorio del Kaiser para escaparme hacia los Estados de la Alianza y buscar a aquel jodido hombre que tantos quebraderos de cabeza me estaba trayendo desde que James nos hablase de él en el campamento de Brightport. Por suerte, los guardas de las fronteras de Alaska, debido a la dejadez del Imperio del Kaiser –a pesar del interés mostrado en su toma- eran bastante ineptos, algunos incluso analfabetos, por lo que mi documento falso no supondría ningún problema. Les daría la tarjeta identificadora con el nombre de Eva Remée y mi foto pegada de manera precaria, les hablaría a los guardas de la pequeña oficina provisional instalada en Auke Bay y comprenderían los hechos a la perfección. 

Realmente ese documento había surgido de una muerte. Pero… si podía aprovecharlo para beneficio propio, aunque mi objetivo en principio no hubiese sido acabar con la vida de aquella mujer, debía emplearlo a mi favor. Y mejor haber matado a haber sido asesinada. Si por algo se caracteriza Alaska no es precisamente su hospitalidad con las recién llegadas, y mucho menos con una venida del Viejo Continente.

‘’La vida son momentos, lo mejor que puedes hacer es aprovecharlos’’, me repetí mentalmente intentando simular la voz dura y fría de mi padre. 

El autobús ya estaba llegando a su destino y la nieve caía incesablemente, así que agarré la gruesa capa de una ruda tela, adquirida con los pocos ahorros que me quedaban tras haber comprado el billete de autobús, esperando que todo saliese bien. Hubiese preferido llegar por mis propios medios, pero ante aquel temporal, no podía arriesgarme a morir congelada, así que en cuanto noté frenar y aparcar el automóvil, me coloqué la capa y me eché la capucha por encima de la cabeza, cubriéndome el cabello y el tatuaje en mi nuca. Esperé a que bajasen los demás pasajeros (un par de ancianas que se habían dedicado todo el viaje a coser y hablar de las penurias del pueblo donde estaba viviendo el hijo de una de ellas, un señor de unos cincuenta y largos con un sombrero y una gabardina oscuras, tres adolescentes de ropas roídas, seguramente huérfanos de más de dieciséis años, a los cuales no quieren ya ni en las casas de acogida, y una familia afroamericana) y seguidamente bajé por la escalerita metálica hasta hundir los pies un par de centímetros en la nieve. 

Crucé la frontera sin ningún tipo de problema y entré en una cafetería para resguardarme del frío a toda velocidad: llevaba varias horas encerrada en el autobús y necesitaba reponer fuerzas. La única suerte de aquel sometimiento de los Estados de la Alianza al Imperio de Zauberkünstler, aunque los Aliados (gobernantes de los Estados) aún mantuviesen que no fuese así,  es que existía una única divisa, la libra germana, con la que pagué el tazón de chocolate caliente y las tostadas con panceta y huevo de paloma que me tomé allí. Comencé a comerme aquella especie de ‘’desayuno’’, que perfectamente podría ser mi única comida al día, y noté cómo la gente, que cuando entré estaba inmersa en sus debates y discusiones reducidas, comenzó a callarse y a mirar a la televisión.

-Sube el volumen, Margaret –instó un señor con barba y gafas oscuras. 

En la pantalla podíamos observar un avance informativo, noticias de última hora y en el plató, la cara cansada de la presentadora, quien daba muestras de no haber dormido en bastantes horas (ojeras o los cabellos despeinados) que se mezclaban con una especie de expresión de perplejidad o sorpresa, no conseguía descifrar muy bien el qué. Cogió el papel, con los dedos temblando y comenzó a leer el titular con una voz, levemente jovial, que no se correspondía al aspecto que presentaba:

-Acaba de comunicar oficialmente la Casa Imperial de los Schwarzen-Wölfe que el Kaiser, Alexander Zauberkünstler, ha fallecido esta mañana a causa de una insuficiencia respiratoria –tomó aire, cerró los ojos y suspiró-. En cuanto tengamos más información, se la transmitiremos.

Fue entonces cuando se hizo el silencio sepulcral en la habitación. Papá había muerto.

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